
En los últimos años, errores técnicos en la gestión pública han puesto en duda la capacidad del Estado chileno para planificar y ejecutar políticas basadas en evidencia. Lo preocupante es que no son hechos aislados, sino una tendencia marcada por la ausencia de pensamiento científico, tecnológico y analítico en el diseño y control del gasto público.
En 2023, el programa “Gas a Precio Justo”, aunque bien intencionado, evidenció una débil base técnica: el costo de distribución por cilindro superó los $84.000, más de cuatro veces el valor de mercado. Lo que buscaba aliviar a las familias terminó costándole caro al Estado.
En 2024, la Dirección de Presupuestos presentó cifras inconsistentes en el Informe de Finanzas Públicas ante el Congreso. Las versiones no coincidían con las oficiales previas, generando desconfianza y obligando a rectificaciones públicas. La propia directora reconoció el uso de documentos distintos, debilitando la credibilidad fiscal y la confianza en los datos que sustentan la política económica.
Ese mismo año, la Subsecretaría de Pesca informó erróneamente que la industria había capturado solo el 61% de su cuota de merluza, justificando una reducción en el fraccionamiento pesquero. Sin embargo, Sernapesca reportaba una captura cercana al 93%. El error tuvo consecuencias políticas y económicas, incluyendo el cierre de PacificBlu en Biobío, afectada por decisiones basadas en datos incorrectos.
En 2025, se agravó la situación con el cálculo erróneo de las tarifas eléctricas, donde se aplicó dos veces el IPC. Este fallo metodológico elevó artificialmente el costo de la electricidad, afectando a millones de hogares y forzando al gobierno a rectificar de emergencia. La magnitud del problema derivó en la salida del ministro de Energía, mostrando que los errores técnicos pueden escalar a crisis políticas.
El problema no es solo político ni comunicacional: es técnico. Cuando las decisiones se toman sin modelación, simulación o validación estadística, los errores dejan de ser administrativos y se convierten en errores sociales. Cada mala estimación o programa mal diseñado se traduce en recursos mal invertidos y políticas mal ejecutadas, que afectan directamente al ciudadano común.
La falta de una cultura STEM en el Estado impide prever, medir y corregir antes de que el daño esté hecho. Y cuando eso ocurre, los costos no son abstractos: se reflejan en boletas, presupuestos familiares y servicios públicos más caros e ineficientes.
Chile necesita un Estado tecnológicamente alfabetizado, capaz de integrar pensamiento científico y análisis de datos en todos sus niveles de decisión. La evidencia, la estadística y la evaluación rigurosa deben ser la norma en la formulación de políticas públicas. No se trata de tecnocratizar la política, sino de dotarla de herramientas para cumplir su verdadero propósito: mejorar la vida de las personas.
Las universidades —especialmente las regionales— tienen un rol clave en este desafío. Desde la formación en ingeniería y ciencias aplicadas hasta la innovación pública, debemos preparar profesionales con pensamiento crítico, ética científica y compromiso social.
Porque cuando falta STEM en la gestión pública, no solo se equivocan los números: se distorsionan las prioridades y se traiciona el fin último de la política pública: el bienestar de la gente de a pie.
Chile necesita más ciencia en la política, más datos en la gestión y más ingeniería en el servicio público. Solo así pasaremos de la improvisación al conocimiento, y del cálculo errado a la confianza recuperada.
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